El post
Marifea dio pie a que un visitante anónimo abundara en comentarios sobre el ICAP. Aquí tratamos de hilvanarlos.
En mis tiempos de estudiante trabajé con la brigada nórdica para el ICAP, que era un nido de segurosos. Tenía que reportar lo que hablaba con los nórdicos y me hice escritor: todo lo que escribíamos era ficción. Le decían UNEAC al cuartico donde se hacían los reportes. Solo interesaba templar con las bellas y frías mujeres nórdicas, pero nadie contó nunca que se había templado a una. A cada rato los oficiales de la seguridad regañaban porque los informes eran muy pobres.
Antes de enrolarme me tiraron fotos en un cuarto frente a la sede de la ICAP. Luego me dieron seminarios político-ideológicos, que de cierto modo metían miedo. Eran un lavado de cerebro intensivo. Hasta me hablaron de Salvador Blanco, incluyendo insinuaciones sobre su sexualidad. Tenía que explicarles a los extranjeros que Cuba era un paraíso de igualdad y el bloqueo impedía lograr mejores cosas. Querían que cuando estos nórdicos regresaran a sus países hablaran mal del bloqueo y pidieran a sus gobiernos donaciones a Cuba, es decir: me entrenaron para jinetear a ex vikingos. Pedían andar con cuidado y notificar cualquier cosa rara, porque algunos nórdicos podían ser agentes de la CIA. Había especial desconfianza hacia un checo que emigró a Noruega tras la invasión soviética.
Los nórdicos trabajaban en obras de construcción y se alojaban en el campamento Mella, donde los cubanos estaban en albergue bien separado. Acostumbrados al cubaneo era difícil trabar amistad con aquella gente, pero con el tiempo dejaban entrar y hablaban más abiertamente. El primer libro que leí de Salman Rushdie me lo regaló una noruega y con una noruega que parecía un cadáver tuve el peor sexo de mi vida. Muchas de las mujeres venían buscando sexo y entre cubanos había mucha disposición a complacer a esas rubias extremadamente altas. Algunos de sus nombres eran bien cómicos. Recuerdo a una sueca que se llamaba Inga.
Visitábamos las «obras de la revolución» en diferentes lugares del país. Uno fue la cervecera de El Cotorro y allí los nórdicos se pusieron rojos de la curda; otro fue el Valle de Viñales, donde engullimos tremendo manjar. Engordé mucho durante este tiempo. Recuerdo que a cada rato los nórdicos nos preguntaban si en casa comíamos tan bien como en el campamento. No eran tan bobos como parecían. También visitamos Santiago de Cuba. En el tren nos dieron comida y latas de jugos. A los nórdicos les dieron jugo de piña; a los cubanos, de toronja. En medio de este preconcebido y humillante apartheid gastronómico, aquellos nos pedían intercambiar los jugos, porque la piña les sabía demasiado dulce.
Los nórdicos se dividían por países. Por cada país había dos estudiantes y un seguroso, que ellos enseguida reconocían y hablaban menos con él. Los asignados a la brigada nórdica eran unos socotrocos, quizás los tipos más brutos de la inteligencia de Castro. Uno de los estudiantes reportó que el seguroso de su grupo estaba haciendo muy mal papel, porque los nórdicos lo rechazaban y se olían que era de la DGI. Esto llegó a oídos del tipo, que increpó al estudiante diciéndole que eso no era honesto ni de hombre, que tenía que habérselo dicho a él primero antes que reportarlo. El estudiante repuso con calma: «Chico, yo no sabia que debía ser honesto en esto de la chivatería».